Es otoño, y está abierta la veda, el tiempo en el que se permite cazar. Estamos cambiando mucho y parece necesario, quizás, pero no me acostumbro a ese repique de tiros en la lejanía. Nuestra campiña es tomada por cazadores procedentes de media Europa con un todo incluido con perdices.
Lejos quedan los tiempos de nuestros abuelos, recargando uno a uno sus cartuchos, y con escopetas de un solo cañón donde había que ser bueno a la primera, si querías tener carne en la sartén. Los que hemos nacido en el campo aunque lo dejamos pronto por la ciudad, no olvidaremos esas jornadas de caza, ese instinto de saber donde estaría la liebre o el conejo y donde podría saltar esa perdiz.
Con mi abuelo, nunca volvíamos a casa de vacío, si no había carne para la cena, habría setas, el sentido de utilidad de la gente del campo, años después cuando el ya no salía y yo volvía sin ninguna pieza, casi siempre, no comprendía como me pasaba la mañana con la manta y la escopeta sin haber matado nada, que os dan en Madrid, decía, pero mi recompensa era la mañana en el campo, en soledad, al amparo de un chaparro, oyendo el viento en los matorrales, ese viento que aquí casi era visible y en Madrid ni se notaba.
Han sido muchas las jornanas de caza y muchos los recuerdos, desde que en aquella escuela aquel maestro nos leyó una página de Delibes y creí que alguien leía mis pensamientos, ya siempre me acompañarían sus libros, y ocupan un lugar especial en mi pequeña biblioteca.
Hoy si mis hijos me ven con la escopeta, poco menos que tengo que salir a escondidas, me dicen ¿papa no iras a matar un animal?, como nos cambia la vida, de una sociedad rural a ecologistas incapaces de matar un pollo o un conejo pero si de comérselo, como explicar que las proteínas de hace unos años eran carne de caza, no había frigoríficos ni dinero para comprar los filetes, que hoy se compran primorosamente cortados y empaquetados, como hemos cambiado y que nos dure, otra coletilla de los mayores, que nos dure.
Un recuerdo a todos los que amáis y respetáis el campo.
Lejos quedan los tiempos de nuestros abuelos, recargando uno a uno sus cartuchos, y con escopetas de un solo cañón donde había que ser bueno a la primera, si querías tener carne en la sartén. Los que hemos nacido en el campo aunque lo dejamos pronto por la ciudad, no olvidaremos esas jornadas de caza, ese instinto de saber donde estaría la liebre o el conejo y donde podría saltar esa perdiz.
Con mi abuelo, nunca volvíamos a casa de vacío, si no había carne para la cena, habría setas, el sentido de utilidad de la gente del campo, años después cuando el ya no salía y yo volvía sin ninguna pieza, casi siempre, no comprendía como me pasaba la mañana con la manta y la escopeta sin haber matado nada, que os dan en Madrid, decía, pero mi recompensa era la mañana en el campo, en soledad, al amparo de un chaparro, oyendo el viento en los matorrales, ese viento que aquí casi era visible y en Madrid ni se notaba.
Han sido muchas las jornanas de caza y muchos los recuerdos, desde que en aquella escuela aquel maestro nos leyó una página de Delibes y creí que alguien leía mis pensamientos, ya siempre me acompañarían sus libros, y ocupan un lugar especial en mi pequeña biblioteca.
Hoy si mis hijos me ven con la escopeta, poco menos que tengo que salir a escondidas, me dicen ¿papa no iras a matar un animal?, como nos cambia la vida, de una sociedad rural a ecologistas incapaces de matar un pollo o un conejo pero si de comérselo, como explicar que las proteínas de hace unos años eran carne de caza, no había frigoríficos ni dinero para comprar los filetes, que hoy se compran primorosamente cortados y empaquetados, como hemos cambiado y que nos dure, otra coletilla de los mayores, que nos dure.
Un recuerdo a todos los que amáis y respetáis el campo.